jueves, abril 13, 2006

El cristianismo subvierte la religión


A pesar de ser ateo creo que éste texto de Perez Aguirre está muy bueno.

Los cristianos seguimos enfrentados a un monumental desafío:
mientras que el Dios crucificado subvirtió y desestabilizó los
anquilosados mecanismos de dominación (política y religiosa), el
Dios metafísico y de los poderes naturales volvió a ser entronizado
en conciencias recomponiendo la trama de las dominaciones, de la
cual está confeccionado el tejido de nuestra historia. La fe en el Dios
crucificado nos debería liberar de las religiones, producto del hombre.
Más aún, nos debería capacitar para acoger, reescribiéndolas
con un nuevo lenguaje, las clásicas objeciones antiteístas levantadas
por los maestros de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud, que
nos hicieron un favor al liquidar a Dios como mero reflejo de una
sociedad dividida injustamente en clases, del resentimiento y del
sentimiento de culpa.

Pero para poder acceder a esta liberación y vivir en paz esa fe en
el Dios de Jesús, los cristianos deben asumir la condición de despojarse
de todo atributo de poder y deben ser capaces de estar en el
mundo sin la etiqueta religiosa, como se afirmaba en la antigua
Carta a Diogneto de los primeros siglos: “El cristiano no se distingue
de los otros hombres”.

La etiqueta de religioso les debería pesar a los cristianos. Nos
debería alegrar el saber que los primeros que creyeron en Cristo la
ignoraban. El mismo y hermoso término de “cristiano” fue inventado
en Antioquía por los burócratas y los militares romanos que para
cumplir con su misión de mantener el orden público tenían necesidad
de identificar de alguna manera a unas comunidades contestatarias,
verdadero peligro para el mantenimiento de unas reglas de la
sociedad...

Deberíamos haber entendido a esta altura de la historia que Jesús
de Nazaret no pretendió añadir una nueva religión a las otras,
sino que por el contrario quiso liquidar todas las barreras que se
interponen para que el hombre sea hermano de otro hombre, y principalmente
del más diferente y despreciado o marginado. En la cruz
Jesús perdió todas las etiquetas y calificativos: se despojó de todo,
no era más ni de raza semita, ni hebreo, ni hijo de David. Se volvió
universal. Así nació una realidad sagrada verdaderamente universal
que contrasta y lucha a muerte con el endurecimiento de las
religiones, la intolerancia de las sectas, el integrismo de algunas
corrientes musulmanas, o el neointegrismo latente en muchos sectores
de la Iglesia Católica.

Para no ir más lejos, a comienzos de este siglo se conoció un
integrismo católico que era la supervivencia de un tiempo de cris8
tiandad y que pretendió enfrentar el modernismo, mientras otros
hacían el esfuerzo, con enorme retraso histórico, de ir al encuentro
de la modernidad. Hoy, cuando estamos pisando lo posmoderno, el
neointegrismo se presenta como doblemente anacrónico. En primer
lugar, porque el problema de la modernidad ya pasó. Y en segundo
lugar, porque no hay nada por restaurar, sino que está todo por
construirse en el nuevo mundo que nace. El integrismo es un espasmo
defensivo de los que temen despojarse de los signos de poder
y de dominación (tentación de todas las religiones) para ponerse al
servicio del hombre nuevo y del mundo nuevo.

La fe cristiana tiene una particularidad y una originalidad que
invade toda la praxis humana del creyente de una manera paradójica.
Ya es algo extraordinario que esa fe equipare los deberes que
tiene el hombre con Dios, con lo Absoluto, a los que tiene con los
demás seres humanos, sus semejantes. Jesús dejará como testamento
un solo mandamiento, una sola orientación básica para la
praxis del creyente: “Este es mi mandamiento: que se quieran entre
ustedes como yo los he querido” (Jn 15, 12). Y nos deja una única
revelación sorprendente, una clave que sintetiza todo su mensaje:
“Dios es amor” (1 Jn 4, 8 y 16). Esto es una bomba de tiempo en
medio de la cultura griega imperante, que definía a Dios como un
principio infinito e inaccesible, inmutable e impasible.

En medio de una cultura fuertemente religiosa, Jesús introduce
como una suerte de “materialismo”, una desconfianza por toda pretendida
idealización que no se concrete en un amor real y práctico.
Hay dos mandamientos, pero uno es la medida, el criterio del otro.
“Si alguien dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un
mentiroso. Porque quien no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo
podrá amar a Dios a quien no ve? (1 Jn 4, 20).

Esta concepción revolucionaria de la fe cristiana hizo que durante
siglos el mundo religioso del Imperio Romano considerara al cristianismo
no como una religión más, sino como a la no religión, como
a un larvado ateísmo. Y en rigor de verdad, no se equivocaba. Porque
el cristianismo no encaja en la definición de religión. Más bien
la subvierte. Partiendo de una concepción muy particular de la Divinidad,
absolutiza al hombre.

Si convenimos, con Robert Bellah, que “la religión es un conjunto
de formas y acciones simbólicas que refieren al hombre a los
condicionantes últimos de su existencia”, podemos entender que el
cristianismo significó una revolución total del universo religioso, y
que si tiene alguna similitud con él es sólo aparente y externa. Si
queremos hablar con propiedad, y desde un conocimiento del cris9
tianismo que haga justicia a la revelación de Jesús, tenemos que
aceptar que el cristianismo no es religión, ni sus actitudes religiosas.
Juan Luis Segundo hace la prueba con una definición más completa:
la de André Lalande en su famoso Vocabulario técnico y crítico
de la Filosofía y llega a la misma conclusión.12 Bajo el título “Religión”
Lalande expresa lo siguiente: “Institución social caracterizada
por una comunidad de individuos unidos por: 1) el cumplimiento de
ciertos ritos regulares y la adopción de ciertas fórmulas (rituales); 2)
la creencia en un valor absoluto, con el cual nada se puede comparar,
creencia cuyo mantenimiento es el objeto de la comunidad; y 3)
el ponerse el individuo en relación con un poder espiritual superior
al hombre, poder concebido ya sea como difuso, ya sea como múltiple,
ya sea finalmente como único, o sea Dios”.13

Es claro que el cristianismo no encaja tampoco en esta definición.
Cuando Jesús narra el Juicio universal dice que será por la
praxis del amor concreto que haya ejercido cada ser humano (Mt
25, 31-40) y nadie preguntará por ritos, sino que la medida será el
pan real que habremos dado al hambriento, el vestido al desnudo,
la compañía dada al preso, etcétera. La salvación en el cristianismo
se concibe por amores concretos y no por ritos (que se definen como
una acción cuya relación con su efecto es misteriosa, preternatural,
incontrolable). En este sentido también se excluye un sacerdocio
que se asienta en el poder de los ritos, o se reserva la exclusividad
del poder ritual. También aquí el cristianismo aparece como una
revolución laica y anticlerical. En el cristianismo verdadero ningún
problema se soluciona sustituyendo la responsabilidad de ese amor
que debe ser eficaz por una magia sagrada.

El segundo término de la definición hace referencia a la creencia,
como un conocimiento especial de lo absoluto. Y la adhesión a esa
creencia implicaría la posibilidad de acceder por un camino particular
a la divinidad, y por lo tanto, a la salvación. Pero en el cristianismo
esto tampoco es así, como ya vimos. El acceso a lo Absoluto
se da por la mediación del amor concreto a los hermanos, sin condiciones
suplementarias, misteriosas o esotéricas. A los cristianos no
se les revela un camino misterioso para acceder a Dios, diferente al
de los demás, sino el mismo y único camino del amor. Esto, en todo
caso, es una buenísima noticia (Evangelio) y quizás una mayor responsabilidad
por el hecho mismo de saberlo.

Finalmente Lalande en su definición agrega un tercer elemento
unificador (además de los ritos y las creencias o dogmas) de toda
institución religiosa: la relación –de sumisión– del hombre con res10
pecto a un poder superior. El asunto no es tanto que Dios sea efectivamente
de naturaleza superior a toda criatura, sino que debe
ejercer efectivamente esa superioridad o dominio. Pues bien, Jesús
nos revela todo lo contrario.
Nos revela que somos dueños del mundo. Que estamos en él
como en nuestra casa. Que el mundo nos fue dado en regalo para
nuestro beneficio. Que no existe un poder superior, sino una persona
a quien tenemos que llamar Padre (Gál 4, 1-7).

La revolución en el mundo religioso que provoca el cristianismo
se parece a la de Prometeo: quitarle el mundo a los dioses para
dárselo a los hombres. Pero la diferencia clave aquí es que nadie le
está quitando nada a Dios, porque es Dios mismo el que lo ha regalado.
Y volvemos a lo del principio: el Dios de Jesús es un Dios subversivo
de la religión. ¡Qué necios somos los cristianos al pretender
encerrarlo en nuestra lógica, nuestras leyes, nuestras estructuras o
en nuestras mismas iglesias! Todos nuestros esfuerzos han tendido
a domesticarlo inútilmente. Irreversiblemente Jesús abrió una crisis
en la idea común de Dios y de Religión. Quizás podamos empezar
de una vez por todas a sospechar sus consecuencias.