viernes, diciembre 17, 2010

La libertad como instinto

Entrevista realizada por Raúl Zibechi para Brecha, publicada el viernes 10 de diciembre.

El infierno y el paraíso se confunden, transitan por el borde del abismo que los trasmuta en su contrario: la guerra atroz linda con la comunidad de paz; la desesperación con la esperanza; la vida y la muerte danzan un trance inverosímil. Es Colombia. Donde campesinos hartos de guerra se refugian en la paz para seguir viviendo.

01_MG_5653

“LA COMUNIDAD DE paz de San José de Apartadó, junto a otras inspiradas en la misma visión, es una destacada demostración de coraje, resiliencia y dedicación a los elevados valores de paz y justicia, en un entorno de brutalidad y destrucción. No hay mejor símbolo de lucha no violenta y de esperanza, en un mundo torturado por la violencia y la represión”, escribió Noam Chomsky al fotógrafo uruguayo Agustín Fernández Gabard cuando éste regresó de Colombia, donde pasó un mes en una región arrasada por la violencia.

“Tenía varios motivos para ir. Se trata de gente que sostiene una propuesta alternativa desde hace 14 años en medio de un conflicto con tanta muerte”, explica a Brecha el fotógrafo de 28 años. “La existencia de la comunidad de paz complejiza el conflicto, ya que por un lado hablan de ‘narcoguerrilla’ y por el otro de ‘revolución’, y la gente allí tiene claro que hay cosas comunes en todos los bandos, todos son violentos, todos viven del tráfico. Hay familias que tienen un
miembro en las FARC y otro en el ejército o los paramilitares, y eso hace mucho más complejas las relaciones humanas. Y está el caso de Samir, un ex guerrillero de las FARC ahora desmovilizado, que trabaja para el ejército. Cuando era guerrillero acusaba a la comunidad de colaborar con el ejército y ahora que es militar los acusa de apoyar a la guerrilla. Es la esquizofrenia que provoca la guerra”.

La experiencia insólita de la comunidad de paz San José de Apartadó se ha convertido en referente tanto para los pacifistas como para quienes han hecho de la ética la razón de ser de su activismo político. Son apenas 1.500 personas que viven en seis veredas o comunidades campesinas, rodeadas de militares, paramilitares y guerrilleros. En estos 14 años los actores armados asesinaron a 180 comuneros, el 12 por ciento de los miembros de la comunidad de paz. Cada familia cargó con varios féretros a sus espaldas.

AFERRARSE A LA TIERRA. “Primero se funda la comunidad en San José, con campesinos provenientes de varias veredas. Luego de la masacre del 21 de febrero de 2005 se retiran y fundan San Josecito”, cuenta Agustín. En esa fecha fueron asesinadas ocho personas, el líder histórico Luis Eduardo Guerra, su esposa y su hijo de 11 años. Ese mismo día asesinaron a otro dirigente, Alfonso Tuberquia, su esposa, una hija de 6 años y un niño de 18 meses. Todos a garrotazos. La masacre se produjo días después de que el presidente Álvaro Uribe asegurara por cadena nacional que los líderes de San José de Apartadó estaban vinculados a las FARC. En las investigaciones la Fiscalía vinculó a 84 militares con la masacre, atribuida a las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). En febrero de 2005 la Corte Interamericana de Derechos Humanos exigió la protección del Estado a la comunidad de Apartadó y pidió que se revelaran los nombres de los militares que intervinieron en la masacre. En 2008 el capitán del Ejército Guillermo Armando Gordillo reconoció la participación de los militares en el hecho, según informó en ese momento el diario El Tiempo.

“La policía montó un enorme cuartel en San José, más grande que el propio pueblo”, dice Agustín. El gigantesco cuartel fue una decisión del presidente Uribe, que ordenó a la policía instalarse dentro del pueblo, lo que forzó a la comunidad a desplazarse un quilómetro y fundar San Josecito, abandonando todo lo que habían cons truido en casi una década.

El municipio de Apartadó (“río de los plátanos” en lengua indígena), al norte del departamento de Antioquia, cerca de la frontera con Panamá, tiene unos 150 mil habitantes y se fue poblando a raíz de la persecución política que sufrieron los liberales desde 1948 tras el asesinato del líder Jorge Eliécer Gaitán. Quizá por eso confluyeron afro-descendientes, indígenas y “paisas” (por paisano, como se conoce a los nacidos en Antioquia) hacia esta planicie caribeña. Extensas plantaciones de banano y cacao se confunden con los verdes de la selva.

A 12 quilómetros de la capital departamental, Apartadó, se fue erigiendo un pequeño poblado llamado San José, donde llegaban desplazados de diferentes veredas. Se trata de una zona estratégica, la puerta de la Serranía del Abibe, un corredor hacia los departamentos de Córdoba, Chocó y Antioquia, que los diversos bandos armados luchan por controlar. San José tuvo 3 mil habitantes antes de que la guerra, las amenazas y los asesinatos masivos forzaran a la mitad de la población a desplazarse a las zonas urbanas, abandonando las tierras que codician los armados.

En la década de 1980 apareció la Unión Patriótica, vinculada al Partido Comunista, a través de la cual los campesinos consiguieron “la construcción de escuelas, puestos de salud, hubo profesores, promotores para las veredas, mejoramiento de caminos vecinales”, como enseña la cartilla de la comunidad. Sin embargo, “la autoridad en la región la ejercía la guerrilla y cometía abusos, asesinatos y pasaba por encima de la autonomía de los campesinos”. El Ejército, por su parte, “entraba a golpear a una población, a la que consideraban como ayudante de la guerrilla”.

Hacia marzo de 1997 comenzó un proceso impulsado por activistas ligados a la Iglesia que permitió que campesinos de 17 veredas formaran la comunidad de paz, como dicen ellos, “en una zona desamparada por el Estado”.* Fue la reacción a dos masacres, en setiembre de 1996 y febrero de 1997, que vaciaron el casco urbano de San José.

La segunda masacre, en 1997, la cometieron ex guerrilleros del EPL, reinsertados por el proceso de paz, que convocaron a todos los pobladores a la plaza, los amenazaron y luego “amarraron a varias personas, quienes un día después aparecieron muertas en la carretera que conduce a Apartadó”. Los paramilitares se hicieron con el control. En la carretera instalaron retenes, “revisaban los documentos lista en mano y a quien aparecía lo asesinaban”. Les dieron un plazo de tres días para que abandonaran sus tierras, mientras helicópteros vigilaban sus desplazamientos. “Los que pudimos salir nos ubicamos en el caserío de San José y desde allí comenzamos a resistir”, relatan en la historia “oficial” de la comunidad.

La Diócesis de Apartadó propuso la realización de talleres para que los campesinos se declararan neutrales. Unos 500 firmaron el acuerdo en 1997 y poco a poco se fueron sumando otros campesinos de diversas veredas que no querían vagar como desplazados ni vivir de la caridad estatal. Los primeros pasos fueron más que duros: por la noche, los pocos que no habían abandonado sus casas subían al monte para dormir. Volvieron a sus comunidades en pequeños grupos, como las 50 familias que retornaron en marzo de 1998 a la vereda de La Unión. Trabajaban en pequeños grupos de siete a diez campesinos para sentirse protegidos, pero en pocos meses se juntaban hasta cien vecinos en las faenas del campo.

LA VIDA COTIDIANA. “Selva y montaña, mucha humedad, siempre la ropa pegoteada, barro y más barro, todo el tiempo estás subiendo y bajando”, recuerda Agustín entrecerrando los ojos. “Llueve todos los días, crecen los arroyos y no dan paso y la comunicación se vuelve un problema. Apartadó es una ciudad llena de paramilitares des de la que salen las chivas hasta San José.”

“Les escribí con la propuesta de hacerles un curso de fotografía digital que les puede servir para mejorar la página web de la comunidad, porque apenas hay registros gráficos sobre todo lo que hicieron y lo que les pasó estos años. Les llevé máquinas de fotos para que tuvieran con qué trabajar y estuve allí un mes.” La comunidad se rige por una serie de principios que se resumen en una Declaración y un Reglamento Interno: no participar directa ni indirectamente en las hostilidades, no portar armas ni explosivos, no brindar apoyo a las partes en conflicto, abstenerse de acudir a alguno de los actores armados para solucionar problemas internos, personales o familiares, y comprometerse a participar en los trabajos comunitarios.

La vida cotidiana está regulada por un Consejo Interno integrado por siete personas elegidas por la asamblea de la comunidad, un miembro de una ONG nacional y otro de la Diócesis de Apartadó. Funcionan más de 55 grupos de trabajo que les permitieron construir escuelas y conseguir maestros, realizar cultivos comunitarios para sostener el comedor y la guardería, donde comen gratuitamente todos los niños de la comunidad.

Las cosechas en tierras comunales las reparten entre las familias y lo que sobra lo usan para comprar herramientas y alimentos. Gracias al trabajo comunitario construyeron y mantienen los caminos, hicieron cuatro peceras, levantaron cinco galpones, reactivaron los cultivos de cacao y plátano, los frutales como producción alternativa para elaborar mermeladas y pulpas. Generaron proyectos comunitarios, como mejoramientos de vivienda, trilladoras de arroz, de maíz, de caña, molinos de caña y acueductos. Todo este empeño les ha permitido superar bloqueos de hasta tres meses de los paramilitares aliados a los militares “Cada ocho días tenemos reuniones y cada quince trabajo de formación.” El Centro de Formación Aníbal Jiménez, que construyeron en San José y luego debieron abandonar por la presión armada, tenía dos pisos y albergaba a 50 estudiantes. “Antes del desplazamiento de abril de 2005, en el centro había 27 estudiantes de bachillerato, 25 mujeres en modistería que se capacitaban tres veces a la semana, y 55 coordinadores se reunían allí cada semana a discutir soluciones para la comunidad”, relata con orgullo la cartilla de la comunidad de paz.

Además erigieron el centro de salud, la bodega comunitaria, el parque, todas obras fruto de los debates en espacios de formación y reflexión. Un grupo de 50 mujeres construyó galpones para gallinas ponedoras y de engorde y cultivan huertas cerca de sus casas. Los jóvenes pusieron en pie una radio que comenzó a armar programas en 2007, al cumplirse el décimo aniversario de la comunidad. Más aun: desde 2006 tienen un lugar de formación teórico y práctico, al que han llamado Universidad Campesina, que nació vinculada a la Red de Comunidades en Resistencia.

Pese a todo lo que hicieron, creen que el gran logro de la comunidad de paz fue el retorno a la tierra, algo que consiguieron sin el apoyo del Estado, “para ganarle más espacio a la guerra y para enfrentar a los actores armados en las veredas”. Con los años y el dolor, fueron aprendiendo que el principal objetivo de la guerra, mucho más que derrotar al supuesto enemigo, es hacerse con la tierra de los campesinos, el verdadero botín del conflicto. En veinte años, paramilitares, ganaderos y empresarios se apropiaron de más de 5 millones de hectáreas de los campesinos.

“El taller era para poca gente, para que aprendieran a manejar bien las cámaras. El consejo eligió a las personas que participaron y trabajamos todos los días. Primero les di una charla sobre cómo funciona la cámara y luego les propuse que hicieran fotos. De noche nos juntábamos en alguna casa para trabajarlas, ver el encuadre, el análisis de las imágenes para que aprendieran a editar fotos”, explica Agustín. Por su parte, la Universidad tuvo su primer período de intercambio de saberes en la comunidad de paz de San José de Apartadó, en la vereda Arenas Altas, en agosto de 2004. Debe de haber alguna relación entre saberes y paz: uno de los pocos proyectos que realmente funciona es el banco de semillas orgánicas.

MACONDO, SIEMPRE MACONDO. Son muy pobres, dice Agustín, pero comen bien porque nunca perdieron el contacto con la tierra. “Estás todo el tiempo con botas de goma chapoteando en el barro, y esas mismas botas con el tiempo las recortan y se convierten en sandalias”; una cultura del trabajo manual capaz de transformarlo todo.

“El jueves es el día de trabajo comunitario, en el que participan desde los niños hasta los ancianos. Cortan caña, cosechan, recogen cacao y lo ponen a secar. La organización interna se basa en asambleas por veredas y un consejo interno, pero por encima de todo está la asamblea general de todas las veredas”, cuenta Agustín. “El único momento en que los ves tensos es cuando tienen que ir a la ciudad, por el peligro que representa el camino, donde hubo muchos asesinatos. Si te toca un retén de ‘paras’ sos boleta”, asegura.

El permanente acompañamiento de misiones internacionales, europeas y estadounidenses no ha disminuido la violencia contra la comunidad de paz, aunque en los últimos cinco años no sufrieron ninguna masacre. Ahora la zona está otra vez militarizada. “Me dijeron los campesinos que los paramilitares secuestraron a un estanciero para negociárselo a la guerrilla. Lo intercambian por dinero o droga. ¡Increíble!” No sólo: también le hablaron de un teniente del Ejército que le compra cocaína a la guerrilla, lo que no impide que un rato después sigan combatiendo.

Siempre se dijo que en Colombia la realidad supera a la ficción. “Para mí lo más difícil fue entender que después de que te masacran a toda tu familia no busques venganza metiéndote en la guerrilla o en los paramilitares. Quedar por fuera de la guerra en esa situación me parece una lógica muy fuerte, muy a contracorriente de todo lo que conozco. Sobre todo cuando cada familia tiene uno o más muertos. No percibí resentimiento ni rabia. Hay amargura, mucha, aunque hablan con cierta naturalidad de sus muertos y de las atrocidades, como el caso de doña Brígida, a la que le mataron a la hija de 15. Otros me dijeron que habían visto a los paramilitares descuartizar a un chico y jugar al fútbol con la cabeza. ¿Cómo sigue la vida después de eso?”

—¿Qué es lo que mantiene a la comunidad unida, qué es lo que los hace aguantar y seguir adelante? –pregunta Brecha.
—La verdad, no tengo idea –dice Agustín, y se queda pensando un rato–. Tal vez sea ese “instinto hacia la libertad” del que habla Chomsky, porque la de la comunidad es una opción liberadora, y si uno piensa en tantos años de opresión, desplazamientos, asesinatos, por ahí se puede entender la fuerza que tienen para seguir bancando el día a día. Chomsky dice que “si asumes que no hay esperanza, garantizas que no habrá esperanza. Si asumes que hay un instinto hacia la libertad, que hay oportunidades para cambiar las cosas, entonces hay una posibilidad de que puedas contribuir para hacer un mundo mejor. Esa es tu alternativa”.

*Caminos de resistencia, Comunidad de Paz/Oxfam, Bogotá.